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Ella va paseando, sin un destino concreto. Es un día luminoso, de temperatura fresca y el sol en su cara resulta muy agradable esta mañana de finales de enero. Mientras se duchaba, hace apenas unos minutos, se hizo el firme propósito de abstraerse y, por unas horas, ser capaz de sobreponerse a la dura realidad y el incierto futuro inmediato. Va serpenteando por los estrechos callejones, buscando el sol que se cuela entre los edificios, el que le hace sentir un profundo bienestar en esta hora de miedos apartados con dificultad por un instante.
El sol va elevándose y las sombras se acortan y endurecen. No son calles muy largas, siendo difícil establecer donde termina una y comienza la siguiente. Estamos en el sur de Europa pero huele a Medina norte africana. Ella siente como los rasgos de su rostro se suavizan. Su cara se refleja como la nitidez de un espejo sobre el cristal de una ventana y la alharaca mantenida con dificultad parece haberse tornado una generosa y sincera sonrisa casi adolescente.
El claxon de un coche establece el final de tan anelado estado de gracia. De un salto ella sube a la acera y el conductor le grita por su temerario deambular. Todo comienza de nuevo. Ella evita mirar su imagen reflejada en los vidrios de todas las aquellas ventanas, y siente que su rostro se rompe al recomponer la inútil mueca que no consigue alcanzar ser sonrisa. Da media vuelta y desanda dejando el sol a su espalda. Ahora ella es la dura sombra. Los olores ahora son más agrios, menos dulces, más pardos. Poco a poco se acerca a su casa. Pero no, ya no es suya. Allí, en el quicio del portal, esperan los funcionarios del juzgado junto a los empleados del banco. Ella saca del bolsillo el puñado de llaves que ya no son sus llaves. Una sombra entra en la escena, entre aquellos hombres y ella. Se detiene al reconocer la oscura silueta que se proyecta sobre el familiar adoquinado. Ella besa a la mujer, es su madre. Ahora vivirá con ella, otra vez, como una sombra.