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Algo, de esa angustia interior que parece embargarnos desde la intuición de que no somos más que réplicas, parecía disiparse cuando sentíamos que estábamos ante algo de apariencia original; único.
De repente es como si hubiera decidido la humanidad entera descreerse de ese anhelo y, por medio de un mecanismo extraño y también olvidado, exaltar la copia: poner en valor a lo que por un tiempo se le negó todo valor.
Cuando dejamos a un lado costumbres del rebaño; cuando nos alejamos del grupo y lo que nos es impuesto; cuando entramos en conflicto con nuestros propios intereses de animales sociales; cuando negamos nuestra ridícula participación en la farsa; parece entonces que todo es extrañamente ridículo; absurdo; inconsistente; falso; irreal… una mala copia de otra copia que copia a una infinita sucesión de copias.
Ni siquiera la clonación nos está permitida. En ella estaría contenida la idea original; el diseño primero; el ser que no recordamos pero al que no dejamos de invocar; rememorar; idealizar; intuir; llamar…
Vivimos una mala copia de un pasado que a duras penas conseguimos recordar. Queremos copiar modelos que no conseguimos recordar como ciertos o inventados: parecemos copias de actores secundarios de serie B, o ni eso: somos como figurantes creados virtualmente que brotan del chroma. Fantasmas.
Lloramos angustiados en el silencio del lecho, ahogados por la noche. En las sombras nos buscamos, como quien busca en un espejo a otro que se nos parezca más que este que nos mira extrañado; extraño.
Sube el café. Compongo las tazas de loza blanca y disparo para congelar el instante en un intento ridículo de captar lo original, lo distinto, lo propio… pero no es posible: cada día es una copia del anterior, y lo que en él sucede, al margen de latitudes y otras zarandajas, es idéntico a lo que está por suceder, ya pasó: esa es nuestra condena.