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Permanentemente huimos. Huimos del miedo ante el espejo y nuestra imagen en él reflejada. Huimos del niño que nos recuerda las pesadillas vividas y las traiciones por vivir. Huimos del silencio, y gritamos desesperadamente para no escuchar cómo sigilosamente huimos de nuestras graves responsabilidades.
Huimos encendiendo el televisor; sobrealimentándonos tras recordar el hambre en la India; antes de comprometernos con nuestro vecino; al ser sorprendidos por nuestro hijo en nuestro escondite… huimos.
De nosotros huimos como lo haríamos de nuestro peor enemigo, de la peor de las bestias, para terminar cayendo en nuestras propias garras. Desde el primer momento que supimos de nosotros huimos y cuando volvemos la cabeza nuestra sombra parece la de los demás.
En la huida el pánico nos ciega y no vemos la ciudad, al hermano, a los pájaros, ni sentimos el rocío de la mañana sobre nuestro rostro. Podemos huir de todo pero nunca llegaremos a poder ocultarnos en la cara oscura de la luna sin tener que contener la respiración.