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Se trataba de cumplir con un compromiso en nombre de un colectivo. Pero el tiempo con el que se cubría era solo el suyo. Regaló aquello que nunca recuperará y que no tiene precio.
Durante años trabajó en aquella oscura oficina, sobre aquellos libros de registro de entradas y salidas. Los números no le hacían ninguna gracia, pero eran sus únicos compañeros durante ocho horas diarias cinco días a la semana. Pidió la cuenta y negoció «el despido». La prestación por desempleo le financió el tiempo para escribir su primer libro. Me pidió que me lo leyera. Me pidió mi tiempo y mi opinión. Le hablé con toda sinceridad pues era mi amigo. Y dejó de serlo por mucho tiempo.
Sevilla es una ciudad a la que le faltan algunas cosas que se dan en otras grandes ciudades. Una de ellas es la puntualidad como valor. Cuando quedas en Sevilla sabes que no podrás enfadarte con la persona que «fijo» llegará a destiempo.
El mismo día que nació su hija ella le hablo a él de la importancia de la gestión del tiempo. Él, cuando liaba y fumaba sus pitillos de «María», perdía completamente la noción del tiempo y de ella. Flotaba. Sonreía. La niña vio pasar los años de sus padres instalados en una disputa permanente en medio de aquel caos. Él no entendió que ella se negara a la pérdida de un segundo más. Ella sentía que se le acababa el tiempo del que disponía para poder vivir. Ellos lloraron cuando retumbaron las frías e imaginarias campanas que anunciaban el final del compartido tiempo.
Esta semana no he podido llevar a cabo todo aquello que tendría que haber resuelto. El fin de semana será el espacio de tiempo en el que intentaré ganar tiempo al tiempo: entre hoy y mañana escribo este cuento.