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Era un muchacho cuando las joyas literarias juveniles dejaron de cubrir el vacío existencial que de manera subconsciente siempre estuvo apalancando la frágil consciencia del ser que fui y, creo, sigo siendo.

Esto brota como consecuencia de la observación en un espejo del anciano que empezó a ser visto por aquel joven que se miraba en un Robinson urbano aprisionado en 1.500 caracteres en una revisada y anodina latina en cuerpo nueve y medio e interlínea de 11 puntos de cícero en un diario de provincias que no llegaría siquiera a mantenerse dormido en una caótica hemeroteca local.

Vuelvo a casa en mi vieja y recién recuperada bicicleta: ha estado en poder de mi hijo que intentó salir de su dependencia familiar aceptando un trabajo como esclavo en una empresa basura de la que aprendió a distinguir la trampa capitalista.

Quiero pensar que soy yo, aunque sé a cada pedalada que soy otro en cada vuelta de la rueda que se desgasta contra el parcheado asfalto de la ciudad muerta. Muerta desde hace décadas, siglos… siempre fue un cadáver.

Otro septiembre que nació muerto. La ciudad yace muerta. Apenas algunos testigos lumínicos en verde de vehículos detenidos que no esperan a ningún vivo.

Me refresco ante el espejo antes de acostarme cuando en un rato amanecerá y busco en mi rostro anciano al Robinson urbano que se supone que soy, pero solo veo al joven que me observa asustado.

Muere septiembre y yo con él.

Sueño contigo, amor.