Entraron albañiles en el ático (antigua vivienda de los porteros del edificio) que alquiló mi padre en la calle Laurel de las Tablas tras salir huyendo del otro ático (y también antigua vivienda de los porteros) en Escudo del Carmen cuyas ventanas exteriores se abrían a la entonces infame Jazmín, escuela de observación en la que aprendí de la existencia de algunas miserias de la vida, en la que se forzaba a las mujeres a ser protagonistas silenciadas y a sufrir como nunca imaginé en aquella dulce infancia mía de meses atrás entre Martutene y San Sebastián. Se dice que se sabe cuando entran pero nunca cuando salen. Estaban reparando el tejado y en un alarde liberador aquellos albañiles abrieron la puertezuela de la jaula de un canario que mi madre mimaba y al que gustaba escuchar en su canto casi permanente.
Fue tan grande el disgusto que mi padre trajo un gatito para que mi madre se consolara en su gran pena. Así fue como entró a mi vida el primer gato. Rayado, romano y color miel, aquel felino se metía conmigo en la bañera en los calurosos días de agosto y en los fríos de febrero. Se le llamó Pitufo. Crecimos juntos y allí lo dejé cuando decidí abandonar el seno familiar. Cuando se acercaba su final Manuela fue la gata que llegó con suficiente tiempo como para mitigar el duro golpe a mi madre. Aquella gata nunca salió de aquella azotea a pesar de tener acceso a los más activos y sociales de los viejos tejados del centro de una ciudad que, como Venecia, parece pensada para los gatos.
Nuestro primer hijo ya hablaba, y en la soledad de ese último pinar del Aljarafe, antesala de Doñana, se dirigió a una blanca mariposa posada sobre la bignonia recién transplantada y le dijo que se llama Pedro. Fuimos los primeros habitantes de la urbanización y no había otros niños con los que poder jugar. Así llegó Spirit, el gato que creció junto a nuestro hijo y que un día se fue para desconsuelo de un niño que con su llanto consiguió que una gata no deseada de una camada en el pueblo, de unos vecinos de mi suegro, ocupara su lugar.
Tras la muerte de mi abuela María y su hijo, mi tío Jacinto, el viejo pisito en Real de Cartuja con sus enseres y los viejos y escasos muebles, los mismos que llegaron años atrás en la familiar DKW desde San Sebastián, permanecía allí sin más vecinos que los gatos. Las tres familias que habían consumido gran parte de sus vidas en aquel destartalado edificio habían fallecido y mi padre seguía subiendo a diario desde el centro para dar de comer a aquellos animales que lo recibían con la misma emoción con que él los visitaba. No eran los únicos, alimentaba a otros en el Albaicín y el Sacromonte: “ya no creo en las personas, solo en los animales” decía cada vez que alguien le reprochaba su entrega a ellos. El día que mi padre murió un gato blanco se coló en la sala del tanatorio en el cementerio de Granada ante el asombro de cuantos allí estábamos y a los pies de la cabina con el cadáver de su amigo y protector, representando a todos los gatos de la ciudad, permaneció allí toda la noche. Cuando los operarios retiraron los restos de mi padre para su incineración aquel gato se dirigió a la puerta de salida, elevó su rabo, nos miró, y le abrimos la puerta para que saliera. Nos despedimos de él con la extraña sensación de que en él iba mi padre.
Pasaron algunos años y la casa envejeció mal. Realizamos un proyecto para reformarla y la desocupamos a tal fin. Aquella noche, tras la mudanza, no encontramos a Lluvia. Otra pérdida para mi hijo que la sigue recordando y alimentando en sus sueños. Dejó poco antes de desaparecer una camada recién criada. Años de pérdidas para todos. Meses después regresamos a la casa. La obra no se había llevado a cabo. Ya la empezábamos a llamar La Crisis. Muy rápido todo cambió, con la misma velocidad que un gato trepa a un árbol par dar caza a un pájaro cuando tiene hambre y nadie le pone comida en un plato todos los días.
Hace un año dejamos la casa y nos trasladamos a Sevilla. La gran oficina ahora sería un espacio multiusos más que nunca y los despachos vacíos a causa de la voracidad de La Bestia albergarían nuestros sueños, los sueños de cada noche y la pesadilla de cada día. A través de la ventana de mi despacho durante mucho tiempo, en el edificio de apartamentos de enfrente, me acostumbré a ver a una chica de origen nórdico que vivía con sus dos gatos. Sobre los barrotes del forjado de su balcón prende también el rótulo de “Se alquila”.
La casa lleva cerrada un año y las acículas de los cuatro grandes pinos de la parcela han creado un manto espeso del que sobresalen las malas hierbas. Una carretilla de mano bocabajo. Unas botas de agua y un rastrillo junto a la puerta de entrada. La bignonia arrastra por el acerado exterior y el empedrado interior invadiéndolo todo. El gran olmo se ha secado a causa de la poda furtiva de un vecino al que no gustan los árboles, ni propios ni ajenos. Una de las puertas de celosía de hierro que dan paso a la piscina se ha descolgado. El agua de la piscina es verde por las algas que se han formado. Las hojas del álamo blanco se pudren en el porche trasero. Sobre las dos tumbonas sendas toallas olvidadas tras el último baño. Una gran vasija de barro tumbada que un día compramos y nunca plantamos y en su interior una gata amamanta a su camada recién parida.