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A pesar de que ya tenían una edad, en la que les empezaba a quedar muy ceñida la talla juventud, todas aquellas personas jugaban con entusiasmo al juego de la silla. Solo lo sabían ellas, pues el resto de las personas que les habían dado su confianza pensaban que trabajarían por intentar resolver problemas graves de tantas personas que lo habían perdido todo.
Lo primero que hicieron, antes de empezar su partida, fue comprar bonitas sillas que colocaron en círculo, respaldos contra respaldos, y empezaron a correr mientras alguien gritaba consignas aprobadas por una asamblea. Cuando menos se esperaba, la bonita música de fondo dejaba de sonar y una silla menos dejaba fuera a alguien que cabizbajo salía del juego.
Mientras se lo pasaban en grande en su inocente entrega, fuera se vivían las tragedias de muchas familias a las que se desahuciaba de sus viviendas, se les negaba el derecho a prestación por desempleo, comedor para sus hijos, energía y agua, libertades y derechos, etc., etc., etc.
Sin venir a cuento, y antes de que se cortase de nuevo la música, quienes giraban entorno a las sillas, sin mediar palabra, las agarraron con fuerzas y empezaron a golpearse unos a otros con ellas.
Cerca del ayuntamiento, junto a unos contenedores de basura, hay un montón de sillas rotas que amontonadas esperan ser retiradas por el servicio de limpieza municipal.
En un sillón de terciopelo rojo hay una persona sentada a la que todos miran y llaman alcalde. Dicen que tiene buenas intenciones. Ya veremos. De momento, solo sonríe.