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Se había pagado los estudios trabajando los fines de semana como camarero.
Estaba allí de pie, en el despacho que tenía en casa de sus padres, mirando su título de periodista enmarcado y colgado de la pared, mientras se planchaba una camisa y un pantalón. En la pantalla de su portátil estaba abierta la web corporativa de la empresa que ofertaba un puesto de trabajo para un licenciado en periodismo con nivel medio de inglés hablado y escrito.
Después de cinco años como licenciado, solo había colaborado como becario en pequeñas empresas de comunicación en las que no cobró ni aprendió casi nada haciendo el trabajo de profesionales a los que habían despedido. En un par de horas tenía una entrevista de trabajo y se había aprendido de memoria el discurso corporativo y las diez pantallas en las que se concentraba la génesis de aquel negocio para el que, sin mucha ilusión ni esperanza, esperaba poder trabajar.
Sonó el teléfono y descendió a la tierra. Lo sacó del bolsillo de su pantalón y contestó la llamada. Del otro lado la voz de una mujer le comunicaba que se suspendía la cita por indisposición del responsable de recursos humanos.
Apagó la plancha y dejó a medio rematar la faena con el pantalón que allí quedó. Se sentó ante el portátil, salió del navegador y el resto de aplicaciones y lo apagó. Miró el diploma, la plancha sobre la tabla y su pantalón, el montón de viejos periódicos amarillentos amontonados en una esquina, las fotos y notas clavadas con chinchetas de colores en un corcho casi tan viejo como él. Se levantó del escritorio y se dirigió hasta la ventana que abrió de par en par. Miró al horizonte–espejo desde su sexto piso y, en aquella torre de barrio de provincias, volvió una vez más a plantearse si algún día sería capaz de saltar. De fondo la radio transmitía noticias en cadena y él sabía que todas eran mentira.