La primera vez que viajé a Cuenca fue por otoño desde Granada, un día de esos de madrugón importante y luna llena. Dejar la ciudad detrás y desfilar guiados por las brillantes líneas pintadas en el negro asfalto, flanqueados por aquellos corredores de densas y esbeltas alamedas encendidas en ocre, me hacían sentir un chavea en larga tarde de sábado perdido por las vegas viviendo aventuras y batallas que no recogerían los libros de historia pero que permanecerían vivas en mi recuerdo por siempre.
Hicimos parada en Madrid para recoger unos dibujos que dejamos en depósito unos meses antes en una galería con la que intercambiábamos exposiciones y autores. Aquellos dibujos se venderían bien en la exposición de Cuenca. En la galería nos encontramos con viejos conocidos y las charlas sobre pintura, con una botella de whisky, pueden ser de los más animadas. Se nos haría de noche en el camino.
Llegando a Cuenca nos recibieron las ocres alamedas iluminadas por una brillante luna. Frasco giró la cabeza y me dijo: «cucha, pero si no nos hemos movido del sitio. Parece que estemos en Graná»… José acaba de volver de Cuenca y le pregunto por las cosas que de esa hermosa ciudad recuerdo, como los ocres de las alamedas por otoño, pero me dice que todo estaba muy verde.
Hay sitios a los que volvemos en un viaje interior permanentemente en el que siguen vivos todos los muertos. Las voces de Jesús, Frasco y Alfonso suenan en mi interior con la misma gravedad que aquella tarde en la que, sentados en las escaleras de acceso a la Sala Alta, hablábamos de poesía. Recuerdo Cuenca como un sitio mágico, de calles mágicas, de caídas al vacío imaginarias que nunca se produjeron. Recuerdo el olor a pintura en el hospicio y todos aquellos estudios robados a un espacio lleno de fantasmas donde yo era uno de ellos.
Busco desde la cornisa del Aljarafe hoy, en las vegas del Guadalquivir, el ocre aquel y lo veo con toda claridad cuando cierro los ojos, a pesar de que está el cielo encapotado y no me llega la luz de la luna desde Cuenca.