Debía tener yo unos doce años el día que pegué la oreja al término. Era muy temprano y tenía las manos heladas. En enero, si tienes que fregar vasos en Granada con agua fría a las siete de la mañana, se te hiela el espíritu cada vez que se abre un grifo y la caldera del termo no está encendida.
Sus pobladas barbas y sus melenas les hacían parecer mayores, pero bajo la maraña capilar no debían de tener más de dieciocho o diecinueve años ninguno de los dos. No eran clientes habituales de «El trébol rojo». Tampoco era yo el friegavasos habitual, ya que solo cubría la baja de un compañero de clase al que acababan de operar. Cuando me distraía escuchando a algún cliente, como pasó con aquellos dos jóvenes melenudos, el encargado, que tampoco lo era más que en funciones por estar de viaje de novios el titular del cargo, me llamaba al orden con un «¡Que ganas tengo…!».
Llegaba tarde y estaba secándome las manos para salir pitando para el colegio cuando los jóvenes greñudos me intoxicaron con el término: «Paco Pepe, mañana lo hablamos en la reunión con intelectuales y artistas del partido…». ¡Los intelectuales del partido! joder ¿de qué estarían hablando?
Desde el bar podía verse el portal del que salían aquellos jóvenes acompañados de otros hombres mayores de aspecto sereno e intrigante. ¿Serían esos hombres canosos y trajes de corte casi soviético los «intelectuales del partido»?
Dos inviernos después de aquel en el que fui friegavasos, entré en «El trébol rojo» acompañando a mi padre, quien tenía que cobrar una factura de unas cajas de vino que le debían. Unos minutos después estábamos subiendo las escaleras de aquel misterioso portal frente al bar, en la calle Mesones, y en el primer piso, todavía, una placa dorada con la inscripción «Gesesa» ocupaba el espacio en el que en un futuro no muy lejano habría de lucir la hoz y el martillo. Era la clandestina sede del PCE y por vez primera pude estar entre aquellos viejos camaradas y algún «intelectual» de pelo blanco, traje gris y acento del Este.
Mi origen humilde me situaba a mucha distancia de uno de aquellos adultos con los que soñaba convertirme algún día y a quienes adopté como mis referentes éticos, ideológicos y filosóficos. Fueron pasando los años y mi idealizada idea de lo que era un intelectual fue cambiando y situándome cada vez más lejos de alcanzar mi sueño infantil.
Hoy casi se han diluido en mi memoria los rostros de aquellas personas cargadas de razones y conocimientos, pero no así sus ideales. Leo, escucho, busco, interpreto, interrogo, adivino, intuyo… pero es inútil: el niño obrero, hijo y nieto de obreros, no da con ellos. Mi sueño se diluye como se diluyen el resto de mis sueños. En un momento gris, como en otros grises momentos de la historia de este país, los intelectuales no están para darnos su luz, para hacernos claro lo que resulta tremendamente oscuro. No están, la tierra parece habérselos tragado.