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«Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra.; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti.» (John Donne)
Durante años no fue más que una ballena desmemoriada, varada, semihundida en esta desierta playa, con la boca abierta en la que no dejaba de entrar krill. Mientras permaneció allí, en tan lamentable estado, no fue reivindicada por grupo ecologista alguno: no tenía la suya consideración de especie en peligro de extinción. De hecho miles de ballenas idénticas a ella se movían por la costa de cara al sol sin apenas reparar en la presencia de su inmovilizada compañera, sin dar muestras de un mínimo interés por el estado de ésta.
Los balleneros anclaron sus barcos todo lo cerca del animal que el calado de playa se lo permitió. Echaron los botes al agua y remaron hasta posicionarse alrededor del cetáceo. Quedaron allí durante días. Su letanía se extendió en forma de espesa niebla que impedía la visión de la playa y las cosas. Atraídos de manera casi hipnótica fueron llegando a miles barcas que rodearon la triste figura del cetáceo de las que salían rezos y llantos.
Los más viejos del lugar cuentan que siempre hay en ésta playa una ballena varada, ignorada en su agonía y llorada por todos a su muerte. Ésta es la playa más triste del mundo.