Ya conocía la nieve, y a nivel del mar: donde soñaron los antiguos vascones. El año anterior, unos meses antes de abandonarla para siempre, Oiasso cubrió en blanco su hermosa silueta, como vestida para desposarse o yacer por siempre en mi interior dentro de una esfera fría y transparente.
Un año después, en el extremo sur, donde un tal Maratius (romano coetáneo de aquellos vascones) tenía su próspera explotación agraria en una villa cercana al Municipium Florentinum Iliberitanum, en el bar que mis padres habían abierto tras su vuelta del exilio interior, a través de la gran luna empañada por el calor de la estufa de butano, observaba como la nieve cubría de silencio el triste y desnudo paisaje del pueblo de mis padres en el que nos habíamos instalado.
Del otro lado de la calle, separado por las negras vías dibujadas en la nieve por el paso del último tranvía, había un pequeño edifico en construcción, el primero que se levantaba por encima de todas las humildes viviendas unifamiliares. Por las noches, liado en una manta, y con un fuego dentro de un pequeño bidón de lata, El Bestiajo cuidaba que no desaparecieran ladrillos y cemento. El apodo le venía por llamar él así a los demás.
La nieve caía cada vez más copiosa silenciándolo y cubriendo todo rastro entre el cielo y la tierra. Con sus botas militares sin cordones, oscuro como el agujero del que salía, El Bestiajo cruzó la calle y su huellas ya eran blancas. Le pidió un café a mi padre, dejó su fuerte olor a orín en todo el local y volvió sobre sus pasos.
Nos enfundamos bolsas de plástico en los pies, sobre el liviano calzado, y mi padre las sujetó con pericia con la cuerda de un rollo que siempre andaba dando vueltas por la pequeña cocina del bar. Se apagaron las luces y la estufa, se bajó la persiana y nos fuimos a dormir caminando sobre la fría nieve.
En la oscuridad de la obra se podía ver el movimiento que la pequeña fogata producía con las sombras del cuerpo de aquel hombre. Pasaron las horas. Poco a poco todo quedó cubierto por la nieve. El frio lo penetró todo en silencio, hasta el corazón de aquel hombre cuya sombra no se proyectaría nunca más. Invierno de 1970. Todo era silencio.