Etiquetas
Repentinamente, como el eco lejano del oscuro y oculto mecanismo de un interruptor accionado en la deshabitada y desnuda habitación de ese vecino al que oímos siempre y nunca vemos, así llegué a vuestras vidas: cuando ya me iba; cuando vuestra ciudad y yo estábamos reñidos para siempre (y como siempre); la conocí a ella, tan distinta de todos y todo. Y me quedé.
Afloramos, de repente afloramos. No sucede cuando las flores se abren y nos llega su aroma. Afloramos cuando nos rozamos con el secreto y oscuro interior de quienes afloran a nuestro paso. Mi llegada no hizo más que precipitar lo deseable. Mi deseo ignoraba sus miedos. Mis miedos disiparon los tuyos. Los tuyos ahora se extendían repentinamente a cuantos te rodeaban y tu sonrisa inteligente nos hacía a todos mejores, también a los niños.
Se empeñó, ante recelosas miradas de cuantos adultos lo mirábamos, el niño se empeñó en que sería suya, y permanecería por siempre niña, y suya. Como una vieja historia que se repite una y otra vez en la tradición familiar, como una traición a ti, como una condena que ella, sin saber por qué, estaba dispuesta a aceptar por siempre como un velatorio celebrado con cante y aguardiente amargo.
Hablo de ti, que ahora me lees en éste texto laberíntico y barroco como tu ciudad, como mis palabras. Y no, ya no eres una niña, el deseo de él se evaporó como deben hacer siempre los deseos para dar paso a la realidad: esa eficaz máquina que fabrica sólidos deseos que terminan evaporándose para descargar como leves gotas de lluvia sobre heladas mejillas de hijos que seguro nacerán.
Somos fantasmas que generación tras generación nos aparecemos a otros aparecidos que serán el amor y el espanto de millones de otros aparecidos de esta triste consciencia que no termina de aflorar ni florecer.