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Llegamos agotados del viaje en tren desde Donostia. Las maletas venían con el resto de los enseres en la DKW de mi tío, por lo que nos bajamos del tren y salimos de la estación directamente. Caminamos por el bulevar de la Avenida Andaluces hasta el cruce con Calvo Sotelo, cruzamos el paso de peatones y entramos los tres hermanos de la mano de nuestros padres. No pude dormir nada en toda la noche. La cama chirriaba en cada aspiración, como lo hacían casi al unísono todas las camas de todas las habitaciones de aquel hostal lúgubre de La Caleta situada entre el Cine Astoria y Casa Ysla donde me comí mi primer pionono aquella misma tarde.
Por la mañana, y a pocos metros de allí, nos montamos en el tranvía amarillo que nos llevaría hasta Maracena, el pueblo de mis padres y del que salieron siendo niños tras los pasos del abuelo Manuel en su periplo como preso político por las cárceles del norte. En la parte trasera del tranvía de hierro y madera, junto a la puerta de salida, se sentaba el vendedor y revisor de billetes quien, tras cobrar a mi padre, me regaló una sonrisa y un matriciero de color rosa con una gruesa grapa apretando el taco del billetero gastado.
El trayecto entre la capital y El Cerrillo no era muy largo, y a mitad de camino hacía una parada en La Virgencica, una barriada marginal a la que el incipiente desarrollo económico de aquellos año 60 no llegaría nunca. En aquella parada siempre había una pareja de la Guardia Civil pidiendo la documentación y registrando las bolsas y bultos que portaban aquellas mujeres gitanas. Cada vez que pasaba por allí no podía dejar de preguntarme sobre aquellas personas y sus condiciones de vida.
Dejó el tranvía de hacer el trayecto y el servicio lo cubría una línea de autobuses urbanos. Hacía años que nos trasladamos a Granada dejando atrás Maracena, pero de cuando en cuando acompañaba a mi padre a visitar a sus primas y tías. En una de aquellas visitas el autobús pasó de largo por la Virgencica que ya no era más que un montón de escombros siendo retirados por máquinas excavadoras y camiones.
Cuarenta y cinco años después de aquella mirada sobre la realidad social que viví como niño, cada vez que paso por El Vacie de Sevilla, me vienen a la memoria aquellos rostros de mujeres cargando atillos de tela llenos de ropa y rodeadas de niños mugrientos y descalzos. Las condiciones de vida de estas personas no han mejorado nada respecto a las de aquellas de La Virgencica. Un día pasaré por aquí y veré excavadoras y camiones retirarán los escombros y la basura que hoy son sus casas. La miseria se habrá desplazado nada más. Sigue viva una España muy profunda.