Está sentado en una de las cuatro mesas que el restaurante tiene montadas en la acera. Observa. Desde hace rato no pasa nadie. En un juego mental cercano al aburrimiento, ha calculado que una mujer de largas piernas con tacones puede necesitar mil pasos para cruzar la calle de punta a punta. Él está a medio camino entre las dos esquinas y espera.

Ha tomado risotto con hongos y dos cervezas tan frías que con los primeros tragos se le ha helado la hipófisis.

A su derecha dobla la esquina una joven enfundada en unos ceñidos jeans claros y camiseta negra. Su cerebro ha pasado a ser un contador de pasos. No piensa en otra cosa. Cuenta cada paso de ella en sentido inverso: mil, novecientos noventa y nueve…

La figura es grácil y de formas marcadas a pesar de la distancia. Según se acerca a él, ella se siente observada sin demostrarlo. Paso a paso pasa junto a él y exagera sus movimientos de cadera. Él sonríe y, una vez más hoy, se enamora en el paso número quinientos de ella. Se aleja y él abandona la cuenta atrás. El cálculo había sido acertado.

Los tacones de ella van dejando un rastro sonoro que se desvanece poco a poco. Ya apenas se oyen y el contoneo de caderas, a esta distancia, es casi imperceptible. Sin nombre, ni rostro, la joven ya no es más que un fugaz recuerdo que no va más allá de mil pasos mal contados.