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Los nombres cambian, se mueven de nuestros círculos, como se mueven la hojas secas con el fresco viento del otoño. Permanecen algunas ramas viejas apegadas al firme tronco, y otras caen muertas para alimentar la tierra que en ellas encuentra su origen junto a los pequeños seres en descomposición que pasearon y vivieron el árbol que somos.
Miramos desde arriba la quieta tierra en la que se arremolinan las pequeñas partes de las que estamos hechos. La mismas que nos circundan y elevan por encima de nuestras desnudas copas, y desde arriba, impulsadas por térmicas corrientes que son nuestro propio aliento, se detienen y, por un instante, nos ven allí abajo: frágiles como su instante de serena quietud antes de descender hasta caer una vez más a la fría tierra desde la que poder, quizás, volver a elevarse.
Giran los cuerpos unos en tono a los otros por el universo que entendemos y creemos poder ver, en movimiento aparentemente infinito, como si un viento cósmico arremolinara los astros en torno a un viejo tronco capaz de sostener por si mismo toda la inmensidad de la que somos incapaces de abarcar. Y abro los ojos en la oscura noche, rodeado de aquellos árboles que planté tan pequeños y que hoy miran desde arriba mis pequeños ojos contemplando la noche estrellada por entre sus ramas.
Siento que soy hermano de estos árboles y plantas que me han acompañado durante años en este deambular sobre esta tierra acotada. Dejo de dar vueltas por este jardín, que un día creí era nuestro, y sé que todo es uno bajo el raso. Cierro los ojos y me dejo mecer hasta ser transportado como una pequeña hoja capaz de elevarse más allá de la más lejana de esas luminosas y inexistentes estrellas. Es noviembre. Sentimos frío. Estamos al raso.