Siempre

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Dos niños. Teníamos miedo a nuestra propia ignorancia. Teníamos el miedo que nos inculcaban nuestros mayores producto de su propio miedo, su propia ignorancia.

El camino es largo y se necesita alcanzar cierta estatura para llegar a intuirlo.

Pudimos vivir una vida juntos. Éramos tan pequeños que no supimos esperarnos. Nos asustamos. Que gran incógnita el uno para el otro. Mi cuerpo, en mitad de todos aquellos cambios hormonales, temblaba cada vez que aparecías y mi garganta era un cactus en mitad del más árido de los desiertos de Marte. Hasta ese momento en el que te vi por vez primera no supe entender lo que era la belleza. Sin duda me enamoré de ti para siempre con un sentimiento que ahora, cuarenta años después, siento muy anterior a aquellas horas; historia vivida en otro tiempo, en otros cuerpos, en otra dimensión. Tu breve voz, tus silencios, tus alharacas, el sudor sobre tu labio superior, tus elegantes piernas, el color de tu pelo, tus pechos, tus labios… son los mismos que hoy me hacen sentir morir de amor en esta noche en la que, en mi soledad, me llenas toda la memoria y estás tan presente a pesar de la distancia, tu marido, tus hijos, tu rutina.

¿Te he dicho que te amo?

Muere septiembre

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Era un muchacho cuando las joyas literarias juveniles dejaron de cubrir el vacío existencial que de manera subconsciente siempre estuvo apalancando la frágil consciencia del ser que fui y, creo, sigo siendo.

Esto brota como consecuencia de la observación en un espejo del anciano que empezó a ser visto por aquel joven que se miraba en un Robinson urbano aprisionado en 1.500 caracteres en una revisada y anodina latina en cuerpo nueve y medio e interlínea de 11 puntos de cícero en un diario de provincias que no llegaría siquiera a mantenerse dormido en una caótica hemeroteca local.

Vuelvo a casa en mi vieja y recién recuperada bicicleta: ha estado en poder de mi hijo que intentó salir de su dependencia familiar aceptando un trabajo como esclavo en una empresa basura de la que aprendió a distinguir la trampa capitalista.

Quiero pensar que soy yo, aunque sé a cada pedalada que soy otro en cada vuelta de la rueda que se desgasta contra el parcheado asfalto de la ciudad muerta. Muerta desde hace décadas, siglos… siempre fue un cadáver.

Otro septiembre que nació muerto. La ciudad yace muerta. Apenas algunos testigos lumínicos en verde de vehículos detenidos que no esperan a ningún vivo.

Me refresco ante el espejo antes de acostarme cuando en un rato amanecerá y busco en mi rostro anciano al Robinson urbano que se supone que soy, pero solo veo al joven que me observa asustado.

Muere septiembre y yo con él.

Sueño contigo, amor.

Mil pasos

Está sentado en una de las cuatro mesas que el restaurante tiene montadas en la acera. Observa. Desde hace rato no pasa nadie. En un juego mental cercano al aburrimiento, ha calculado que una mujer de largas piernas con tacones puede necesitar mil pasos para cruzar la calle de punta a punta. Él está a medio camino entre las dos esquinas y espera.

Ha tomado risotto con hongos y dos cervezas tan frías que con los primeros tragos se le ha helado la hipófisis.

A su derecha dobla la esquina una joven enfundada en unos ceñidos jeans claros y camiseta negra. Su cerebro ha pasado a ser un contador de pasos. No piensa en otra cosa. Cuenta cada paso de ella en sentido inverso: mil, novecientos noventa y nueve…

La figura es grácil y de formas marcadas a pesar de la distancia. Según se acerca a él, ella se siente observada sin demostrarlo. Paso a paso pasa junto a él y exagera sus movimientos de cadera. Él sonríe y, una vez más hoy, se enamora en el paso número quinientos de ella. Se aleja y él abandona la cuenta atrás. El cálculo había sido acertado.

Los tacones de ella van dejando un rastro sonoro que se desvanece poco a poco. Ya apenas se oyen y el contoneo de caderas, a esta distancia, es casi imperceptible. Sin nombre, ni rostro, la joven ya no es más que un fugaz recuerdo que no va más allá de mil pasos mal contados.

Love story

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Historias de amor hay muchas, cariño, pero ninguna como la nuestra.

Suena en el corazón de la vieja caja de música la melodía gastada y siempre nostálgica que se empeña en ser nuestra banda sonora, esa que acompaña a las fotos, notas, dibujos, flores secas… que depositaste en ella ayer.

Han pasado décadas desde nuestro primer beso y ahí sigue, amor, prendido de nuestros labios como un ágil trapecista.

Aquí me tienes esta mañana, vida, desnudo ante el espejo buscando al amante aquel. Soy yo: quién te escribió aquellos torpes versos; el que susurró a tu oído promesas eternas; el cobarde niño que reprimió sus bajas y hermosas pasiones.

En el silencio de la noche, mientras todos duermen y yo me desvivo por ti, tus delgados dedos dan cuerda a la pequeña caja de música y, a cientos de kilómetros de distancia, puedo escuchar con toda claridad la melodía de Francis Lai. Historia de amor.

 

WhatsApp

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Había caído la tarde. Apenas entraba algo de luz por la ventana; la suficiente para distinguir el vaso de agua y el bote de pastillas al que miraba fijamente. Bajo el vaso una nota manuscrita y un bolígrafo BIC cristal azul junto al móvil. Sentía una profunda liberación ante lo que estaba a punto de hacer. Al fin terminaría todo. Tomó el vaso con una mano y las pastillas con la otra. Sonó un silbido digital; un mensaje de WhatsApp. Por un instante dudó si leerlo. Finalmente lo leyó hasta tres veces con cara de sorpresa.

Dejó el vaso y las pastillas en la mesa. Se reclinó sobre el respaldo del sofá. Cerró los ojos y decidió dejar pasar el tiempo. Aquel final le gustaba más. La pantalla del móvil seguía encendida y en ella se podía leer el mensaje enviado a su cuenta por error: «Estará en casa toda la tarde, siesteando en el sofá. Dejo la puerta de servicio abierta. Hoy debe morir.»

Creepy

Se crió yendo de un cortijo a otro, todos ajenos, siguiendo el camino marcado por su tío abuelo que los recogió a los tres en su casa tras la matanza de los militares rebeldes que también fusilaron a su padre. Así se crió ella, observando como su madre miraba hacia la puerta esperando a su hombre. En aquel país oscuro, con hedor a cementerio en todo camino, ella era ajena al dolor y la miseria. Rodeada de perros, descalza y con su larga melena negra, esperaba con ilusión la llegada de su hermano que estudiaba en los Escolapios en la capital y le traía los tebeos que a ella tanto le gustaban y con los que aprendió sola a leer.

Han pasado más de ochenta años. Una vida.

Recuerda los cómic que leían sus hijos en los 70 y pide a una enfermera de la residencia que le traiga un ejemplar de aquella revista. La enfermera ignora a la anciana que cierra los ojos y se imagina corriendo ladera abajo, descalza y con sus perros saltando a su lado.

La vida no es más que un puñado de viñetas. Una historieta de terror. Somos muertos vivientes de una mala portada olvidada del Creepy.

A pulmón

Ante ciertos hechos nos vaciamos con la misma violencia que las botellas vacías que atestan el verde contenedor de vidrio en suspensión sobre el camión de recogida, para recomponernos después poco a poco, como cristales hechos añicos en el estruendoso segundo, que necesitan encontrar los mil pedazos que encajar en su perímetro cortante. Este Régimen debe ser fundido con las más altas temperaturas y que no quede el menor resquicio de impurezas. No valen moldes: a pulmón. Seamos artesanos de una nueva vida.

Omelett

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El muchacho arranca su motocicleta en el preciso instante en que su madre casca el huevo. Es el final del verano y el chico vive con intensidad los últimos días de sus vacaciones. Será su primer curso en la Universidad.

Con un tenedor, sobre el plato hondo de loza blanca rota por un ribete azulón, ella bate el huevo para la tortilla que cenará su hijo que está apunto de llegar, mientras las revoluciones del motor se acompasan casi al unísono con la proteína mezclándose antes de caer en la sartén caliente sobre unas gotas de aceite humeante.

El Seat león negro se salta un semáforo en rojo y arroya al joven de la motocicleta con gran violencia. Esto sucede en el instante en que el huevo batido cae en la sartén.

La tortilla se enfrió lentamente, pero el alma de aquella madre se heló para siempre en un instante. La vida es lo que se tarda en preparar una omelett.

Fin de trayecto

El embalaje finalmente se ha desmoronado y se ha desparramado por el suelo todo su contenido.

Año 1985, desalojamos el piso que ocupamos en la calle Molinos de Granada, muy cerca del cine Alhambra. Es el entierro del Equipo G.E.L. Yo me traslado a Sevilla y mis socios no me acompañan. Fin de trayecto.

Con unos cartones tomados junto a un montón de bolsas de basura en el Campo del Príncipe, unos metros de papel kraft y una cinta de embalaje marrón, empaqueto un cuadro junto 15 o 20 pinturas sobre papel que viajarán, detenidas en el tiempo, a lo largo de mi línea del tiempo por tiempo indefinido.

Año 2016, estoy intentando ordenar las cajas y paquetes que se depositaron en una habitación del sótano en la última mudanza. El viejo embalaje ha sufrido al menos 20 mudanzas y su aspecto es de «mírame pero no me toques».

Mi abdomen me hace torpe, y el esfuerzo lo hago con el cuello. Era inevitable el tirón muscular. Demasiada tensión acumulada. Tenía que suceder en algún momento. Fin de trayecto.

Año 1982, Cuenca. Sala Alta. Antiguo hospicio ocupado por artistas raros como perros verdes. A mí me tocó el estudio que había ocupado hasta ese momento mi querido amigo Valentín Albardíaz. Exposición a dos en el mes de julio con Alfonso Medina.

Él partió unos días antes de la clausura y yo recogí la obra sobrante. La que ahora está desparramada por el suelo.

Se nos mueren los amigos, y todo lo que nos queda se desparrama, si no por el suelo, por la memoria. Congoja. Fin de Trayecto.

 

Chatarra

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Sin llegar a Síndrome de Diógenes, debí quedarme cerca de padecerlo. O lo padecí, hasta que la pobreza sobrevenida me hizo cerrar mi estudio y depositar lo acumulado durante décadas (cuadros, libros, carteles…) en un contenedor del punto limpio más cercano.

De las muchas cosas que me gustaría tener en mi casa, supongo que llena de cosas igualmente inservibles amontonadas sobre ella, sería una cámara Repromaster.

Antes de la aparición de los dispositivos digitales, la fotografía y la reproducción fotográfica se basaba en la luz y el papel sensible a ésta: tecnología analógica.

Focos, manivelas para ampliar y enfocar, y transparencias para pasar a trama capaz de reproducir los grises en la impresión a una sola tinta… suena a replicante rubio de ojos azules, tirado en una azotea y muriendo bajo una tormenta barruntando sobre lejanas galaxias.

Tus lentes, tus tramas, el proceso de positivado, me vienen a la memoria a causa de este papel amarillento que salta del interior de un libro (algunos no terminaron en aquel contener). Es la publicidad de un coche. Doy la vuelta al papel y, sobre un fondo con el logo de Agfa repetido a manera de marca de agua contínua, una rotulación en tinta negra que alguien escribió de forma poco cuidadosa en aquel desaparecido diario de provincias, en la que se puede leer: Publicidad. pág. 13.

Hubo un tiempo en que las Repromaster eran ansiadas por jóvenes como yo. Máquinas que hoy son, en el mejor de los casos, chatarra. La chatarra se acumula en la memoria de viejos profesionales que hemos visto cosas, que se perderán en el tiempo, sin tener que viajar a galaxias más allá de Orión.