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Normalmente me levanto a diario a las 4.00 h, pero el fin de semana me relajo un poco y no pongo el despertador: son las 6.00 h. Sábado de julio, verano del 2016. Me siento en el inodoro e intento relajarme mientras repaso las noticias en mi móvil. Ducha, afeitado y café.
No me gusta la playa en verano, pero me apasiona en otoño: sí, me gusta, pero sin gente y sin calor. Los amaneceres y ocasos cuando no hay nadie, en verano, también me gustan.
Mientras fileteo la pechuga de pollo, lamino unos ajos y pongo a macerar en vino blanco y el perejil en una bandeja —antes de pasar por el huevo, el pan rayado y la sartén—, pienso en la playa. Pero no en la de Huelva en la que echaremos hoy el día.
A mediados de los años 60, mi padre trabajaba, sus días de descanso en el restaurante, en un chiringuito en la playa de Fuenterrabía (Guipúzcoa). Él se iba en su lambretta que aparcaba junto a otras lambrettas, vespas y «seillas», en las traseras de aquellos chiringuitos de madera oscura, única arquitectura que allí recuerdo. Mi madre, mi abuela y mis hermanos llegábamos poco más tarde, en la DKV de mi tío Jacinto (la misma con la que pocos años después nos mudaríamos al sur…) a disfrutar de la palaya.
Aquella playa, como la de la Concha, la recuerdo sin sombrillas bajo un cielo siempre encapotado. Era una fiesta para mí ir a la playa y pasar horas y horas haciendo castillos de arena y agujeros en los que meterme.
Mientras frío los filetes de pollo empanado me recuerdo niño. Me siento niño.
Una hora de coche, aparcamiento del vehículo y pequeña caminata cargando neveras, toallas y sombrillas por la arena hasta encontrar un hueco tranquilo y sin mucha gente.
Mi hijo pequeño ya no hace castillos en la arena, solo quiere jugar con las olas. Me tumbo a la sombra, cierro los ojos, y escucho el rumor del mar Atlántico mientras mis manos juegan con la caliente arena del Cantábrico. Sigo siendo aquel niño desubicado que imaginaba un mundo enorme. El mundo sigue siendo tan pequeño y efímero como un puñado de fina arena deslizándose entre los dedos de un niño que sueña bajo el ardiente sol que ya es mayor.