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Sobre el inodoro hay una ventana pequeña, y el asiento cerámico blanco es de un aspecto similar al de mi viejo estudio. Esta ventana no es de madera pintada en blanco, y silenciosa como aquella. Las bisagras están remachadas al blanco aluminio y chirrían a pesar de tener pocos años: no les pongo aceite para que cuando hacen su trabajo su chirrido levante a las aves del árbol que veo enmarcado en ella y me recuerden que desde niño tengo el sueño de poder volar.

El ritmo de trabajo del estudio me hacía entrar en el aseo siempre pensando en cuestiones que me impedían atender pequeñas cuestiones de vital importancia, como abrir la ventana de forma consciente y asomarme al ojo patio y ver un piso más abajo, a través de la ventana de su cocina, a Antonio preparando un café, pasta o fregando los platos tras la cena.

Cuando llegué por vez primera al edificio, y entré en el viejo piso que había servido de almacén en las últimas décadas a una tienda de zapatos, pude oler a los fantasmas que allí habitaban: Antonio seguro ya había congeniado con ellos. Nunca hablamos de ello en todos los años en que fuimos vecinos ¿para qué?.

La primera vez que me asomé por aquella ventana mi amigo se encendía un cigarrillo mientras se secaba el suelo tras haber pasado la fregona. Levanto la cabeza en un gesto en el que lanzó el humo desde sus labios apretados y al verme allí arriba me saludó e invitó a tomar un café: —¡Guti, está recién hecho!. Café, sonrisa y una larga e inteligente conversación con mi anfitrión.

Chirría la ventana y me desperezo. Pongo una cafetera, preparo un par de tazas y fotografío, como cada mañana, el humeante bodegón que ofrezco a propios y extraños. Me siento y tomo un sorbo de café mientras leo en la pantalla de mi ordenador los comentarios en las redes sociales. Te veo, querido Antonio, por esta otra ventana y nuestra conversación no es tan fluida como las que tenemos cuando nos olemos y podemos constatar que no estamos muertos y somos fantasmas muy vivos.