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Su vientre era hermoso como ella. Irradiaba luz desde su interior. Toda era vida: la suya y la nueva. Yo le disparaba fotos a su vientre, sonreía, me besaba y me decía: —Son muy bonitas, cariño, pero no tienen la magia de las suyas.

Aquel año habíamos comprado, para compartir en nuestras chimeneas, un cargamento de leña de encina que nos trajeron desde Aracena y que guardamos en el garaje del bloque en el que tenía su estudio. Cada vez que me acercaba a recoger leña hablábamos de la última ocurrencia de algún amigo común, del mejor ordenador para su hija, de posibles tipografías para su logo, del embarazo…

La piel se iba tensando por días de forma sorprendentemente elástica. Estaba cerca la fecha del parto y, tal como habíamos quedado, era el momento para hacer las fotos.

Él conocía como nadie la luz, y sabía como debían organizarse los cuerpos en el espacio para recibirla. Yo le hacía de ayudante extendiendo la tela gris sobre la cama y forzando hermosos pliegues y arrugas. Ella se desnudó y el fotómetro se acercó a su voluminoso vientre. La luz que entraba por las ventanas de aquel ático se fundía con la que parecía irradiar el interior del cuerpo de ella, como si en su interior se escondiese una enana amarilla de nueve meses.

Sus manos huesudas y delgadas acariciaban el volumen que de cuando en cuando dibujaba los movimientos del pequeño desde el interior, como en respuesta a las caricias de la madre.

Me propuso que me desnudara y me tumbara tras la espalda de ella, y que sacara mis manos por entre sus brazos y las fundiera con las de ella. Miré a cámara entre los cabellos de ella, con mi miedo atávico a ser fotografiado y disparó. Allí quedó para siempre, sobre papel baritado y en blanco y negro, su mirada.